miércoles, 24 de noviembre de 2010

Gilles Deleuze



Foucault afirmó que “quizá un día el siglo sea deleuziano”. En cualquier caso, la lectura de Deleuze es una experiencia imprescindible. Algunos de sus libros sigue pareciéndome que están encriptados: Diferencia y repetición (1968), Lógica del sentido (1969), El Anti-Edipo (1972) o El pliegue (1988). Pero acostumbro a releer con admiración Spinoza: filosofía práctica (1970), Nietzsche y la filosofía (1962) y Proust y los signos (1970). Las citas que se reproducen a continuación pertenecen a un libro de entrevistas publicado por Pre-textos. Comienza con la respuesta irónica de Deleuze a un crítico "demasiado severo".Es un texto breve pero muy clarificador donde aprovecha para exponer con contundencia sus opiniones sobre la historia de la filosofía, ¿para qué leer y escribir?.

Pertenezco a una generación, a una de las últimas generaciones que han sido más o menos asesinadas por la historia de la filosofía. La historia de la filosofía ejerce, en el seno de la filosofía, una evidente función represiva, es el Edipo propiamente filosófico: “No osarás hablar en tu propio nombre hasta que no hayas leído esto y aquello, y esto sobre aquello y aquello sobre esto.” De mi generación, algunos no consiguieron liberarse, otros sí: inventaron sus propios métodos y reglas nuevas, un tono diferente. Pero yo, durante mucho tiempo, “hice” historia de la filosofía, me dediqué a leer sobre tal o cual autor. Pero me concedía mis compensaciones, y ello de modos diversos: por de pronto, prefiriendo aquellos autores que se oponían a la tradición racionalista de esta historia (hay para mí un vínculo secreto entre Lucrecio, Hume, Spinoza o Nietzsche, un vínculo constituido por la crítica de lo negativo, la cultura de la alegría, el odio a la interioridad, la exterioridad de las fuerzas y las relaciones, la denuncia del poder, etc.). Lo que yo más detestaba era el hegelianismo y la dialéctica. Mi libro sobre Kant es muy distinto, y le tengo gran aprecio: lo escribí como un libro acerca de un enemigo cuyo funcionamiento deseaba mostrar, cuyos engranajes quería poner al descubierto –tribunal de la Razón, uso mesurado de las facultades, sumisión tanto más hipócrita por cuanto nos confiere el título de legisladores–. Pero, ante todo, el modo de liberarme que utilizaba en aquella época consistía, según creo, en concebir la historia de la filosofía como una especie de sodomía o, dicho de otra manera, de inmaculada concepción. Me imaginaba acercándome a un autor por la espalda y dejándole embarazado de una criatura que, siendo suya, sería sin embargo monstruosa. Era muy importante que el hijo fuera suyo, pues era preciso que el autor dijese efectivamente todo aquello que yo le hacía decir; pero era igualmente necesario que se tratase de una criatura monstruosa, pues había que pasar por toda clase de descentramientos, deslizamientos, quebrantamientos y emisiones secretas, que me causaron gran placer. Mi libro sobre Bergson es, para mí, ejemplar en este género. Hoy, muchos se dedican a reprocharme incluso el hecho de haber escrito sobre Bergson. No conocen suficientemente la historia. No saben hasta qué punto Bergson, al principio, concentró a su alrededor todos los odios de la Universidad francesa, y hasta qué punto sirvió de lugar de encuentro a toda clase de locos y marginales mundanos y trasmundanos. Poco importa si esto sucedió a pesar suyo o no.

Fue Nietzsche, a quien leí tarde, el que me sacó de todo aquello. Porque es imposible intentar con él semejante tratamiento. Es él quien te hace hijos a tus espaldas. Despierta un placer perverso (placer que nunca Marx ni Freud han inspirado a nadie, antes bien todo lo contrario): el placer que cada uno puede experimentar diciendo cosas simples en su propio nombre, hablando de afectos, intensidades, experiencias, experimentaciones. Es curioso lo de decir algo en nombre propio, porque no se habla en nombre propio cuando uno se considera como un yo, una persona o un sujeto. Al contrario, un individuo adquiere un auténtico nombre propio al término del más grave proceso de despersonalización, cuando se abre a las multiplicidades que le atraviesan enteramente, a las intensidades que le recorren. El nombre como aprehensión instantánea de tal multiplicidad intensiva es lo contrario de la despersonalización producida por la historia de la filosofía, es una despersonalización de amor y no de sumisión. Se habla desde el fondo de lo que no se conoce, desde el fondo del propio subdesarrollo.
Tampoco puede decirse que El Anti–Edipo esté libre de todo aparato de saber: todavía es muy universitario, demasiado serio, no se trata de la filosofía pop o del popanálisis soñado. Pero hay algo que me sorprende: aquellos que consideran que se trata de un libro difícil se encuentran entre quienes tienen una mayor cultura, especialmente una mayor cultura psicoanalítica.

Dicen: ¿qué es eso del cuerpo sin órganos? ¿qué quiere decir “máquinas deseantes”? Al contrario, quienes saben poco y no están corrompidos por el psicoanálisis tienen menos problemas, y dejan de lado alegremente lo que no comprenden. Esta es una de las razones que nos impulsaron a decir que este libro se dirigía a lectores entre quince y veinte años. Y es que hay dos maneras de leer un libro: puede considerarse como un continente que remite a un contenido, tras de lo cual es preciso buscar sus significados o incluso, si uno es más perverso o está más corrompido, partir en busca del significante. Y el libro siguiente se considerará como si contuviese al anterior o estuviera contenido en él. Se comentará, se interpretará, se pedirán explicaciones, se escribirá el libro del libro, hasta el infinito. Pero hay otra manera: considerar un libro como una máquina asignificante cuyo único problema es si funciona y cómo funciona, ¿cómo funciona para ti? Si no funciona, si no tiene ningún efecto, prueba a escoger otro libro. Esta otra lectura lo es en intensidad: algo pasa o no pasa. No hay nada que explicar, nada que interpretar, nada que comprender. Es una especie de conexión eléctrica. Conozco a personas incultas que han comprendido inmediatamente lo que era el “cuerpo sin órganos” gracias a sus propios “hábitos”, gracias a su manera de fabricarse uno.

Esta otra manera de leer se opone a la precedente porque relaciona directamente el libro con el Afuera. Un libro es un pequeño engranaje de una maquinaria exterior mucho más compleja. Escribir es un flujo entre otros, sin ningún privilegio frente a esos otros, y que mantiene relaciones de corriente y contracorriente o de remolino con otros flujos de mierda, de esperma, de habla, de acción, de erotismo, de moneda, de política, etc. Como Bloom: escribir con una mano en la arena y masturbarse con la otra (¿en qué relación se encuentran esos dos flujos?). En cuanto a nosotros, nuestro Afuera (o al menos uno de nuestros afueras) es una cierta masa de gentes (sobre todo jóvenes) que están hartos del psicoanálisis. Están, para decirlo con tus palabras, “atascados”, porque, aunque siguen psicoanalizándose, piensan de hecho contra el psicoanálisis, pero piensan contra él en términos psicoanalíticos...

Gilles Deleuze: Conversaciones.

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